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Archive for marzo 2012

Las tarjetas de crédito no tienen ese olor carcomido, rancio que tiene el dinero en metálico. En absoluto. Las tarjetas son ese objeto de plástico embaucador al tacto y completamente liviano en uso. Esta cómoda modalidad de financiación ofrece al ciudadano el poder adquisitivo de tener dinero asequible en el instante de la necesidad o de un querer en cuestión. La acción es brutalmente excitante. La tarjeta magnetizada se desliza oliendo la lujuria material y ¡zas!, el producto o el servicio cae en las manos del comprador. Claramente es una maravillosa sensación adquirir de golpe y zumbido lo que te ha estado salivando el cerebro durante un intervalo de tiempo.

La facilidad del uso es tan cómoda que es difícil negarle su atractivo servicio. Es más, su facilidad es tan hacedera que puede llegar a crearte una heroinómana adicción. Los bancos proveedores de tal comodidad saben al dedillo que existe un riesgo muy elevado de perder el control y consecuentemente, de caer en una adicción sin retorno. Sin embargo, por razones sospechosas lo dejan a la suerte del libre consumidor y se protegen imprimiendo las condiciones en un papel con un lenguaje tan codificado y una letra tan pequeña que ni el supremo Dios tendría ganas de leer.

Las habilidades de los bancos para reclutar almas consumidoras son impresionantes. Estos genios son magnates de la pesca y con un acto de radar saben como atrapar a los peces más inocentes del mar. Las universidades son el arrecife de coral más querido, ya que fácilmente se puede encontrar pequeñines consumidores que firman, con los ojos embelesados en el «free ipod«, el contrato para entrar en el absurdo mundo de comprar sin tener. Les sigue en la conquista geográfica los aeropuertos, plagados de ofertas que le prometen al futuro miembro millas aéreas para que pueda viajar sin dinero a ningún sitio. Por último, se unen las sucursales bancarias, los supermercados, las gasolineras, los grandes y pequeños almacenes hasta culminar dentro del mismo buzón de tu casa.

Una vez adquirida la potestad acreditaría, el juego del consumo comienza de una forma conservadora. El consumidor empieza a usar la tarjeta cautamente para grandes o pequeñas compras, para algunos lujos u otras cosas de primera necesidad disfrutando del 0% que el banco le ha otorgado como bienvenida a su mundo ilusorio. Llegada la factura se da cuenta que se ha pasado de su presupuesto mensual pero la generosidad del banco le respaldará ese desliz durante unos meses. El problema viene después cuando el 0% sube fríamente como la espuma de una buena cerveza. La pequeña deuda ha escalado los Picos de Europa y ambiciona a escalar también el Everest. El banco empieza a cobrar intereses brutales (por ejemplo, “First Premier Bank llegó a cobrar un 79.9%”) pero aun insiste que no fue una idea equivocada firmar esa financiera nota necrológica. El crédulo consumidor continúa deslizando la banda magnética, pagando el mínimo exigido por el banco, y tal vez soñando que algún día el dinero le caiga del cielo. Cuando la situación se le va de las manos, “Transfer” es la palabra que viene al vocablo de la salvación. Transfiera su deuda a otra tarjeta que le proporcione un poco de oxigeno para que pueda respirar y seguir adorando la idea de “comprar sin tener”.

No importa si es Ellen Degeneres o Alec Baldwin los que predican, como bien lo hacen en sus anuncios televisivos, lo estupendo que es usar una tarjeta de crédito. Estoy segura que su sueldo astronómico les va a permitir que su “Black Card” no sólo los lleve a comprar a Saks Fith Avenue sino también a la Luna. Sin embargo, la realidad para el ciudadano de a pie es muy diferente. El negocio de las tarjetas de crédito es un monstruo vestido de ángel. Los datos no fallan, están ahí representativos para exponer que algo no funciona y que alguien muy astuto le ha lavado el cerebro a la sociedad americana.

  • Una familia americana debe una media de $15.956 en tarjetas de crédito.
  • Familias cuyos ingresos anuales oscilan los $24.000 tienen acumulados hasta $36.000 de deuda en tarjetas de crédito.
  • Los bancos recaudan exclusivamente con las tarjetas de crédito unos 18 billones en costes, comisiones, gastos pactados e intereses.
  • El primer cuarto del 2011 indicaba que la deuda nacional de los Estados Unidos en tarjetas de crédito era de $771.7 billones.

Cuando el ciudadano ha quedado tan entrampado que ha tenido que incluso recurrir al plástico para pagar cuentas de hospital, letras del coche, e incluso alguna que otra letra de la hipoteca de la vivienda, la quiebra es la única llamada a la salvación. El gobierno de los Estados Unidos ofrece bajo la “Ley de Prevención de Abuso de Quiebra y Protección del Consumidor” un tal Capítulo 7 (Chapter 7) para la liquidación total y un Capítulo 13 (Chapter 13) para el reajuste de deudas. Su crédito quedará chafado, su reputación pisoteada pero los bancos nunca perderán la esperanza de comprarle de nuevo su alma rehabilitada. Se dice que en unos 5 o 10 años volverán sigilosamente a dejarle una carta en el buzón de su casa ofreciéndole la entrada de nuevo al paraíso de «comprar sin tener». En ese caso, yo recomendaría un letrero en su puerta que dijera:

“Aquí, se compra teniendo. Fuck off!».

Alec Baldwin, anuncio de Capital One:

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La tertulia prosigue con la llegada de mi padre a la sobremesa. Me sonríe cándidamente y empezamos a charlar de nuestras pequeñas trivialidades. Sus relatos y sus consejos los aliña con sus vetustas expresiones que yo las abrazo como mi más querido peluche lingüístico. “Yo pensaba que allí se ataban a los perros con longaniza”, me clarifica mi padre cuando discutimos de ciertos hábitos americanos. Cuánto más lo escucho más firme es mi opinión, y no lo adulo sino que confirmo su integridad, cuando digo que no hay en la tierra hombre con la más ejemplar ética laboral que la de él.

A los siete años, este niño que sucedía tener un extraordinario talento polifacético, tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar en condiciones tercermundistas para ayudar a su madre y a sus tres hermanos. La pavorosa Guerra Civil española y su ahijada la Posguerra también pasaron factura en este lado de la familia. Su padre bajo una lluvia de balas tuvo que salir huyendo por sierras y por montes hasta albergarse en el país vecino. Sin disyuntiva, allí dejó a su esposa embarazada y con tres chiquillos en las tierras dónde un kilo de harina era polvo sagrado de Dios. Yo sólo recuerdo a la madre de mi padre como “mi abuelita de Francia”, siempre elegante, más delicada que Grace Kelly, más fina que Jacqueline Onassis pero quedo petrificada cuando mi padre me explica del deseo inicuo de humillación del otro bando afeitándole completamente la cabeza a su madre.

Mi padre siempre me cuenta sus historietas cargadas de un tierno humor personal. A veces me da la impresión que por ser yo la hija menor siempre ha querido protegerme del dolor, disfrazando la dureza de su propia niñez. Le pregunto si volvió a encontrarse con su padre y me dice que sí.—Yo tuve la suerte de conocerlo, no como tu madre—me indica esta vez seriamente. El exilio y el encuentro después de 22 años sin haberse visto es un alud de inquietudes. Recuerdo haber oído antes pinceladas sueltas de la historia pero claramente fui incapaz de ilustrar la sensibilidad del cuadro que me dibujaba.

Entusiasmado por contarme el relato, mi padre empieza a describírmelo. El reencuentro tiene la capital francesa como escenario y el Río Sena como principal decorado. Me explica que justo el mismo día de su llegada a Paris y tras haber soltado su esperanzadora maleta, su hermano dispuso llevarlo a pasear por la vereda del río. Mientras que ellos descansaban tranquilamente en uno de los puentes del Sena, un hombre desconocido se les acercó pedaleando en bicicleta. Cuanto más se acercaba, más penetrante era la mirada del apacible ciclista. Ya a un metro de distancia, el señor se paró y les dio las buenas tardes a los dos muchachos. Mi padre extrañado por el imprevisto saludo de tal desconocido miró a su hermano buscando una respuesta.

—¿No conoces a este hombre?—le pregunta sonriente su hermano a mi padre.

—No—le responde él inocentemente.

Luego, su hermano mira al hombre desconocido y le dice, “Papá, este es tu hijo, Donoso”. Mi padre hace una pausa en la historia y empieza a llorar por primera vez delante de mis ojos abatido por el reflejo doloroso de sus memorias. Luego me mira nerviosamente y me dice, “Perdona hija mía, es que me he emocionado”. Yo no sé que decirle en tal acto de humildad, de sensibilidad, tan sólo quiero llorar pero esta vez no por mi, sino por él.

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Mire como se mire, el viaje de Los Ángeles a Granada es quejumbroso. Para motivar ese fatigoso desplazamiento, pienso en el dotado navegante y cartógrafo Cristóbal Colón embarcado en su viaje oceánico rumbo a sus confundidas Indias Occidentales. Luego entre bosquejos históricos me pregunto: “¿qué son cinco horas de vuelo para atravesar un país entero, seguidas de otras ocho para cruzar un océano, más otras cuatro para tocar la provincia de Granada?” Y la respuesta es siempre la misma: toda una nimiedad si el destino final es el rostro eternamente feliz de tus padres al verte.

La sensación de verlos es sobrecogedora y no hay momento en el que mi inflado corazón no brinque y grite, “¡amor a la vista!”, tal y como lo hizo el grumete Rodrigo de Triana al ver tierra. Envuelta en lágrimas, besos, y abrazos retorno efímeramente a mi niñez y me veo caminando cogida de la mano de mi madre y escuchándole decirme, “que guapa está mi hija”. Mi padre, adjunto al cuadro familiar, me sonríe con su pueril orgullo paternal mientras lleva a paso ligero mi gigantesca maleta. A pesar del largo viaje, el cansancio se adrenaliza y durante el trayecto a casa mi mirada se escapa por el cristal del coche levitando las calles que mi querida Granada me proporcionaba cuando vivía en ella.

Aunque me haya americanizado en ciertos aspectos, aun sigo siendo la hija granadina y el haber vivido lejos de la familia, en otra cultura por tan prolongado tiempo, sólo me ha ayudado a adquirir nuevas destrezas. Algunas de estas destrezas me han traído un cambio introspectivo en mi persona, el cual ha abierto una ventana hacia dentro dejando pasar los destellos más finos de luz de esos inseparables seres queridos. La fascinación por sus anécdotas, por las vértebras de su vida, aprehenden mis emociones. Ya no salgo pitando a mi cuarto después del almuerzo o de la cena, sino que reclamo sus historias y les escucho como nunca lo había hecho antes. Me quedo sentada pidiéndoles con la más merecida atención la voz de su vida.

La primera es mi madre, eterna amante de todo lo erudito, protectora del valor de un libro, profeta acérrima de la necesidad de una educación, amiga fiel de una salud universal y partidaria radical del eslogan, “aquí no te faltará nada pero los vicios te los pagas tú”. Ella y yo permanecemos sentadas charlando y gozando de la tertulia de la merienda española. Los ojos de mi madre, ya cansados por la edad pero puros en esencia, me miran y me dicen, “¡ay! que lejos se ha ido mi tesoro”. Yo hago invisibles mis lágrimas que por dentro se descuartizan en mil pedazos porque por fin, creo entender su lamento. Me pregunto después de décadas de negligencia emocional, “¿cómo fue para esta madre, fuerte como un roble, el crecer en una pura Guerra Civil sin padre?”. En más, “¿cómo se pudo sentir al ser criada por un culto abuelo nacionalista y una madre analfabeta?”. —Los civiles llamaron a la puerta y se llevaron a tu abuelo—me cuenta ella con agazapada tranquilidad. Yo la sigo mirando y ella con un gesto de dolorosa resignación prosigue: —Al día siguiente, tu abuela recibía una partida de defunción que indicaba que tu abuelo había muerto por causas naturales.

Yo me quedo perpleja por la frialdad de la acción acometida, por la falsedad evidente de los hechos y le pregunto a mi madre cómo pudo haber sido así, sin más. —¿Qué te puedo contar que ya no se haya dicho de los horrores de una Guerra?—me dice educadamente. Y con esta pregunta empieza a enumerarme descriptivamente algunas de las calamidades que pasaron por sus ojos. Me habla del miedo a la muerte y del odio ideológico hacia tu propio vecino firmando su fallecimiento seguro con un chivatazo. Me habla del aliento descompuesto del hambre y de la supervivencia de los seres humanos buscando nutrir sus estómagos vacíos con cáscaras de patata encontradas en los rincones de la basura. Me habla del futuro de un pobre niño mugriento quitándole de las manos el pan con chocolate al más afortunado del grupo. Y yo encapsulada en su tiempo, la escucho y me avergüenzo de mi misma por haberme quitado el pan de mi boca simplemente porque engordaba.

[…]

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