Las tarjetas de crédito no tienen ese olor carcomido, rancio que tiene el dinero en metálico. En absoluto. Las tarjetas son ese objeto de plástico embaucador al tacto y completamente liviano en uso. Esta cómoda modalidad de financiación ofrece al ciudadano el poder adquisitivo de tener dinero asequible en el instante de la necesidad o de un querer en cuestión. La acción es brutalmente excitante. La tarjeta magnetizada se desliza oliendo la lujuria material y ¡zas!, el producto o el servicio cae en las manos del comprador. Claramente es una maravillosa sensación adquirir de golpe y zumbido lo que te ha estado salivando el cerebro durante un intervalo de tiempo.
La facilidad del uso es tan cómoda que es difícil negarle su atractivo servicio. Es más, su facilidad es tan hacedera que puede llegar a crearte una heroinómana adicción. Los bancos proveedores de tal comodidad saben al dedillo que existe un riesgo muy elevado de perder el control y consecuentemente, de caer en una adicción sin retorno. Sin embargo, por razones sospechosas lo dejan a la suerte del libre consumidor y se protegen imprimiendo las condiciones en un papel con un lenguaje tan codificado y una letra tan pequeña que ni el supremo Dios tendría ganas de leer.
Las habilidades de los bancos para reclutar almas consumidoras son impresionantes. Estos genios son magnates de la pesca y con un acto de radar saben como atrapar a los peces más inocentes del mar. Las universidades son el arrecife de coral más querido, ya que fácilmente se puede encontrar pequeñines consumidores que firman, con los ojos embelesados en el «free ipod«, el contrato para entrar en el absurdo mundo de comprar sin tener. Les sigue en la conquista geográfica los aeropuertos, plagados de ofertas que le prometen al futuro miembro millas aéreas para que pueda viajar sin dinero a ningún sitio. Por último, se unen las sucursales bancarias, los supermercados, las gasolineras, los grandes y pequeños almacenes hasta culminar dentro del mismo buzón de tu casa.
Una vez adquirida la potestad acreditaría, el juego del consumo comienza de una forma conservadora. El consumidor empieza a usar la tarjeta cautamente para grandes o pequeñas compras, para algunos lujos u otras cosas de primera necesidad disfrutando del 0% que el banco le ha otorgado como bienvenida a su mundo ilusorio. Llegada la factura se da cuenta que se ha pasado de su presupuesto mensual pero la generosidad del banco le respaldará ese desliz durante unos meses. El problema viene después cuando el 0% sube fríamente como la espuma de una buena cerveza. La pequeña deuda ha escalado los Picos de Europa y ambiciona a escalar también el Everest. El banco empieza a cobrar intereses brutales (por ejemplo, “First Premier Bank llegó a cobrar un 79.9%”) pero aun insiste que no fue una idea equivocada firmar esa financiera nota necrológica. El crédulo consumidor continúa deslizando la banda magnética, pagando el mínimo exigido por el banco, y tal vez soñando que algún día el dinero le caiga del cielo. Cuando la situación se le va de las manos, “Transfer” es la palabra que viene al vocablo de la salvación. Transfiera su deuda a otra tarjeta que le proporcione un poco de oxigeno para que pueda respirar y seguir adorando la idea de “comprar sin tener”.
No importa si es Ellen Degeneres o Alec Baldwin los que predican, como bien lo hacen en sus anuncios televisivos, lo estupendo que es usar una tarjeta de crédito. Estoy segura que su sueldo astronómico les va a permitir que su “Black Card” no sólo los lleve a comprar a Saks Fith Avenue sino también a la Luna. Sin embargo, la realidad para el ciudadano de a pie es muy diferente. El negocio de las tarjetas de crédito es un monstruo vestido de ángel. Los datos no fallan, están ahí representativos para exponer que algo no funciona y que alguien muy astuto le ha lavado el cerebro a la sociedad americana.
- Una familia americana debe una media de $15.956 en tarjetas de crédito.
- Familias cuyos ingresos anuales oscilan los $24.000 tienen acumulados hasta $36.000 de deuda en tarjetas de crédito.
- Los bancos recaudan exclusivamente con las tarjetas de crédito unos 18 billones en costes, comisiones, gastos pactados e intereses.
- El primer cuarto del 2011 indicaba que la deuda nacional de los Estados Unidos en tarjetas de crédito era de $771.7 billones.
Cuando el ciudadano ha quedado tan entrampado que ha tenido que incluso recurrir al plástico para pagar cuentas de hospital, letras del coche, e incluso alguna que otra letra de la hipoteca de la vivienda, la quiebra es la única llamada a la salvación. El gobierno de los Estados Unidos ofrece bajo la “Ley de Prevención de Abuso de Quiebra y Protección del Consumidor” un tal Capítulo 7 (Chapter 7) para la liquidación total y un Capítulo 13 (Chapter 13) para el reajuste de deudas. Su crédito quedará chafado, su reputación pisoteada pero los bancos nunca perderán la esperanza de comprarle de nuevo su alma rehabilitada. Se dice que en unos 5 o 10 años volverán sigilosamente a dejarle una carta en el buzón de su casa ofreciéndole la entrada de nuevo al paraíso de «comprar sin tener». En ese caso, yo recomendaría un letrero en su puerta que dijera:
“Aquí, se compra teniendo. Fuck off!».
Alec Baldwin, anuncio de Capital One: