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The Magic Castle

Que te inviten al prestigioso club privado y Academia de las Artes MágicasThe Magic Castle” es un puro truco de enchufe. Asentado en el corazón de Hollywood y dentro de un palacete estilo francés, las puertas a este “Château mágico” no están abiertas a cualquier paseante y únicamente los miembros o invitados de los miembros tienen su acceso.

Mi fausta invitación me vino de una compañera de trabajo llamada Aidyl, cuyo origen curioso de este nombre es Lydia escrito del revés. Quién me iba a decir a mi que esta bella profesora de origen puertorriqueño y acento neoyorquino no solamente era catedrática en Biología y becaria para un programa de investigación genética contra el cáncer, sino además una maga. Su esposo, un científico para la NASA y miembro del equipo “Mars Exploration Rover”, compagina–al igual que ella–la racionalidad de la ciencia con el efecto asombroso y misterioso de la magia. Sin más argumento, mi admisión al mundo del ilusionismo me quedaba garantizada por partida doble.

Allí llegamos aseados y puntuales a la cita el grupo de profesores invitados, muchos con sus conyugues y muy pocos, o sólo yo, como seudónima de loba esteparia. Una vez en la entrada, nos dirigimos al vestíbulo donde se llevó a cabo el recuento de huéspedes. En esta antesala no había puertas, ni pasillos, ni indicaciones de cómo entrar en el corazón de la mansión, tan sólo estanterías de libros y cuadros ilustrativos de magia. Aidyl le indicó risueña a una compañera que miraba una de las estanterías que le hablase y le dijera algo. Ésta la miró con ojos suspicaces y le siguió la broma susurrándole en inglés un “ábrete sésamo”. Con la misma semblanza escénica de las películas de Harry Potter, la estantería se deslizó y nos mostró el camino hacia la supuesta recámara oculta.

Una vez dentro, resaltaba un público vestido a exigencia de la elegancia de una decoración victoriana. La mansión pretendía educar al visitante exhibiendo cuadros de magos que hicieron historia como el grandísimo Harry Houdini, vitrinas con actos coleccionistas de naipes, dados, aros, cuerdas o simple memorabilia. De los numerosos pasillos y habitaciones, había un total de tres salas destinadas a la magia con 5 diferentes espectáculos de prestidigitación, de magia de salón, de numismagia, de cartomagia y de mentalismo.

A la hora asignada las puertas del espectáculo de mentalismo se abrieron. Poco a poco el grupo fue entrado y fue tomando asiento. Yo entré de las últimas, con la sala ya repleta y los únicos asientos libres en la primera fila. A pesar de agradecer el primer plano del espectáculo mi timidez se afloraba coercitiva y se quejaba a regañadientes por la proximidad al escenario. Sosteniendo un vaso de vino en la mano, miré al acomodador y le pregunté:

—No escogen gente del público, ¿verdad?

—No, no te preocupes—me dijo el señor muy convencido.

El show comenzó y el presentador introdujo a la pareja mentalista, Jeff y Kimberly Borstein. Su espectáculo usaba como base la batalla de sexos y la muestra total de la supremacía de su esposa sobre él como argumento. Kimberly tenía el poder mental de averiguar los datos más curiosos. Con los ojos vendados te podía descifrar los objetos que llevabas en el bolsillo de tu pantalón o dentro de tu bolso. Además identificaba el tipo de tarjeta de crédito que tenías en la mano, un número aleatorio en tu móvil, el color de tu coche y hasta los cincos últimos números de la serie de cualquier billete. Todas las situaciones las presentaban empleando una fuerte dosis de humor interactivo delineando los estereotipos masculinos y femeninos. Y los espectadores, suscitados por la capacidad mentalista de Kimberly y la sátira grácil del dúo, ambientaban la sala con carcajadas y aplausos.

“Conocí a mi esposa en match y fue todo un amor a primera vista, pero os puedo asegurar que ella es más virtuosa para buscaros pareja”—dijo Jeff como apertura a uno de sus actos. “¿Hay alguien en el público que esté soltero?”—nos preguntó bajo el silencio que suscitaba la sala. “¿Seguro que no hay nadie en esta sala que esté soltero?—volvió a insistir. «¡Venga ya! Eso es imposible”—dijo con tono burlón. Yo empecé a mirar al suelo, dándome por aludida y pretendiendo beber de un vaso que cotejaba a los estiajes de los pantanos andaluces. Luego miré a la esposa de mi compañero que quedaba a mi izquierda y después a mi derecha para sólo descubrir la neurálgica imagen de una silla vacía. Un cielo de hormigón se me derrumbó encima cuando Jeff se me aproximó y me preguntó:

—Señorita, ¿está usted soltera?

—¿Yo?—le respondí sorprendida.

—Sí, usted—me cercioró.

—Yo no. Bueno, sí. Aunque… —titubeé por un instante—en realidad es que mi pareja no está—le contesté riéndome mientras miraba la silla vacía. La broma se elevó a un nivel político y Jeff aprovechó la ocasión para comparar mi comportamiento estólido con ése mostrado por Clint Eastwood durante su discurso de apoyo a Mitt Romney. Dada la clara evidencia de que estaba soltera, Jeff me dio la tradicional bienvenida usando un nuevo apelativo “Let’s give a round of applause for the single lady (un fuerte aplauso para la señorita soltera).” “Me encantan tus zapatos—me dijo Kimberley para calmar la visible inestabilidad de mis tacones al aproximarme al escenario. Luego, con una enorme sonrisa de “profiden” y pecho perfectamente erguido miró al público y les preguntó “isn’t she cute?”. En esos instantes sólo podía pensar en mi vestido medio traslúcido y cómo unos importunos focos me iban a poner en evidencia en frente de esas cincuenta personas.

Para completar el acto de magia se necesitaba claramente un supuesto “match” o pareja. Tras varias preguntas allí apareció en la última fila un joven candidato. El muchacho nada más llegar se deslumbró con la luz y se quitó las gafas, lo cual sólo sirvió para instigar el humor de los magos. “Ya veo que quieres impresionarla”—le dijo Jeff. El público rompió en carcajadas y el pobre muchacho se encendió como un candil mientras me miraba tímidamente. El mago prosiguió preguntándonos nuestros nombres y a continuación lo que teníamos que hacer. Nos dio un papel con la caricatura de una pareja y un bote de rotuladores. Cada uno de nosotros íbamos a escoger un rotulador del color que quisiéramos y Kimberly con los ojos vendados nos indicaría que pintar.

—David, escoge un color. El color que tú quieras—le indicó Jeff al muchacho. Mientras David cogía el color, Jeff le sonsacó “David, dinos que frase usarías para ligar con Pilar”. El joven volvió a ponerse rojo como la arcilla y sin articular palabra se echó a reír.

—David, por favor ¿Tan difícil es decirle algo a una mujer? No sé, al menos dile “Hola” con un acento—le sugirió aprovechando la referencia de mi pronunciación al hablar inglés. “No seas virulento, Jeff”—le imperó su esposa. Luego dirigiéndose a David con sólo la voz y su ojos vendados le dijo, “No te preocupes, mi esposo es muy quisquilloso” y prosiguió “Veamos David, con el color que tienes en la mano, quiero que pintes la falda”.

Jeff me miró y mi corazón empezó a acelerarse a ritmo de taquicardia salsera. Con la mirada fija y en posición angular me preguntó: “Pilar, ¿prefieres los hombres con pelo o sin pelo?” Empalidecí de golpe. “No sé”—le respondí de inmediato. “¡¿Cómo que no sabes?!”—preguntó sorprendido. ¿Como podía responderle a una pregunta así? Más que nada porque la cantidad velluda de un hombre no era un factor que contribuyera a mi más remota atracción física. “No sé”—le dije de nuevo. “Vamos a ver Pilar, ¿de dónde eres?”—me preguntó. “De España”—le contesté. “Entonces, ¿te gustan los hombres españoles con pelo o sin pelo?”—insistió. Cómo podía comunicarle a este señor que me daba absolutamente igual un hombre velludo, imberbe o con tres pelos en la cabeza. Tal vez si me hubiera preguntado por una pasión ideal, una emoción ideal fuera de estaturas o envergaduras anatómicas le hubiera dado una respuesta de inmediato. Sin embargo, le contesté “Sí, con pelo” dándome por vencida. A continuación, Kimberly me pidió que cogiera el rotulador que yo quisiera y que pintara la corbata.

Las preguntas fluyeron amenizando y trayendo la respuesta mágica al ansiado truco de magia. Tras la última cuestión de qué encontramos irresistible se dio como concluido el análisis de Cupido. Jeff sacó de un sobre un papel con el mismo dibujo, coloreado exactamente igual que ése que tenía en mis manos. David y yo coloreamos la pareja usando nuestra propia elección de los colores pero fue Kimberly–sin ver lo que escogíamos–la que astutamente nos unía. Allí quedamos los dos sosteniendo cada uno una copia exacta del dibujo. “¿A qué son una pareja perfecta?”—le preguntó Kimberly a un público contento.

Por desgracia o por fortuna David siguió su camino y yo el mío dada por concluida cualquier magia. Lo que sí sucedió, por otro lado, fue una popularidad de mi nuevo apodo. Justo al salir del Chateau un señor le dijo a su amigo mientras me apuntaba con el dedo: “Look, the single lady”. Lo miré y en ese mismo instante, no supe si matarlo con la mirada o dejarle que me invitara de coraje a una copa.

The Prestige (El truco final)

 

Puede que se les quite las ganas de visitar el estado de Arizona, si les digo que uno de esos días de los que viví allí me encontré en la moqueta cerca de la chimenea un bicho. Al acercarme, ese bicho irreconocible en la distancia se definió y su desconocida anatomía de cutícula casi transparente pasó, ni más ni menos, a ser la de un escorpión. Tampoco les inspirará la visita, si añado que otro día al salir a darme un chapuzón en la piscina me encontré otro “animalito”—aunque cien veces más grande que el anterior—enroscado en forma de manguera, quietecito y sorprendentemente sin rechistar. Una preciosa crotalus o coloquialmente conocida como una serpiente cascabel de Norteamérica se encontraba al lado de la piscina medio asustada, tal vez por haberse inmiscuido—a saber cómo—en el hábitat desconocido de un ser humano.

Pero a parte de esos contratiempos que se resuelven casi siempre sin problemas con la visita semanal de un exterminador, el estado de Arizona ofrece los más espeluznantes encantos de la madre naturaleza. De invierno a verano, sus espléndidas puestas de sol posan seductoras sobre el infinito horizonte desértico dejando embriagada a cualquier retina turística. Sus tormentas anonadan los sentidos al expresar toda su furia meteorológica en un acto épico de resplandor, luminosidad y electricidad salvaje. Las llanuras plagadas de las emblemáticas especies captáceas se ven florecer en medio del cruel contraste de temperaturas diurnas y nocturnas como Venus del infierno. Y los saguaros, o como yo los llamo «hombrecitos espinosos del desierto», se alzan rígidos 20 metros en altura desafiando los rayos de Zeus y observando la vida árida de esa zona terrestre durante más de 200 años.

Claro que es posible que la exclusividad del desierto no cautive sus sentidos. Entonces, al norte de este estado y desapercibido para muchos turistas tradicionales que se engatusan con destinos urbanos, se encuentra una de las maravillas naturales más imponentes de la tierra. El Gran Cañón del Colorado no es sólo una escarpada gigante, es una muestra de inmarcesible paciencia de la erosión de un río durante más de 17 millones de años. Este accidente geográfico no es el más profundo, ni tampoco el más grande del mundo sin embargo, su luminosidad óptica lo hace ser indiscutiblemente como uno de los más atractivos para el ojo humano. Por mi parte, aún no he podido encontrar fotografías, ni postales que puedan explicarme la sensación que me produjo estar delante de este gigantesco mural de tonalidades. Su inmensidad fue tan descomunal en si misma que me envolvió y transportó a un estado de relajación excelsa. Yo les recomiendo que se queden una o dos noches en El Tovar, desayunando y cenando al borde del precipicio celestial; y que se adentren caminando o en mula en la boca del cañón hasta tocar su fondo. ¡Créanme!, es un lugar que no defrauda y que quedará fácilmente grabado en su memoria.

Dejando a un lado en esta entrada del blog la parte civilizada de la ciudad moderna de Phoenix, la universitaria de Tucson, la hippy de Flagstaff y la espiritual de Sedona, es evidente que un estado con un paisaje avivador de una fauna tan venenosa y de una climatología tan drástica intimida al viajero tradicional. Pero es posible que ese espíritu de agresión medio pasivo de la madre naturaleza haga de Arizona un lugar terroríficamente interesante para ser explorado una vez en la vida.

Once upon a time había un país tan devoto a su Constitución que rechazaba reconocer que una de sus enmiendas podía crear una fornida paranoia en su sociedad. Las agravadas consecuencias tampoco minimizaban tal devoción. Es más, esas consecuencias afloraban una preocupación que fortalecía el miedo y la debilidad moral. En un histórico 1791 se aprobaron en los Estados Unidos diez enmiendas, entre ellas la mundialmente conocida como “Right to bear arms” (El derecho de poseer armas).

Mi descubrimiento a este obsoleto derecho tuvo lugar en Tucson, Arizona durante uno de esos abrasivos veranos sonorenses en los cuales, el sol cae a cachos y el asfalto se derrite por el calor desértico. Iba con un amigo conduciendo su coche, cuando de pronto una camioneta intentó de una forma repentina cruzarse enfrente de nosotros. Ésta se pegó tanto que mi primer instinto fue tocar el pito del coche para avisar al señor que estaba a unos centímetros de rascar nuestro guardabarros. El señor me miró, yo lo miré, y nuestras miradas se enfrentaron a dúo, tipo Spaghetti Western con toda la melodía de Ennio Morricone, pero sin el más grave percance que el de gritarnos con la mirada. Seguidamente mi amigo que estaba sentado a mi lado me dijo: “Mejor que no uses el pito. Aquí en Estados Unidos casi todo el mundo tiene una pistola en la guantera de su coche”. Ni que decir tiene que sus palabras textuales activaron mi receptores del frío en medio de ese calor sofocante.

¿Estaba mi amigo exagerando al decirme “casi todo el mundo”? Estados Unidos tiene una población de aproximadamente unos 313 millones de habitantes y de esos 313 millones, unos 270 tienen una arma de fuego en casa. Prácticamente hasta el futuro recién nacido tiene ya una pistola debajo de su almohada. Para que entendamos la cifra, España en contraste cuenta con unos 4.5 millones y aunque la población es mucho menor, el número sigue siendo significativo. Yo, ante tal cantidad, intento ver el razonamiento y me pregunto: ¿Qué pretende reflejar una sociedad tan armada? ¿Libertad? ¿No seríamos más libres sin ese miedo? ¿Busca protección? ¿Es el vecino o el país en el que vives tan maléfico? ¿Es la policía tan incompetente que no es capaz de hacer su labor cívica?

Los argumentos a favor y en contra del derecho de la posesión de armas van y vienen como marea legislativa. Unas veces el “a favor“ sube y otras baja, pero jamás se excluye quedando custodiado en el rompe olas de cada estado. Los estados entonces, se responsabilizan y a menudo crean leyes tan surrealistas como la mente maniática de Salvador Dalí. Pongo como modelo Vermont, en el cual hay completa libertad para obtener una arma sin licencia o permiso. Puedes entrar en la armería, husmear el catálogo, pagar, y salir con una pistola semiautomática de doble cartuchera más fácilmente que en el oeste salvaje. La edad mínima requerida para adquirir tal posesión es de 16 años, pero si temes por la seguridad de tu hijo de 9, este estado te hace una excepción con tu simple consentimiento. Claro que luego pasa lo que pasa cuando un niño de 9 años lleva una pistola a la escuela. Otros estados tienden a apretar las tuercas de las leyes un poco más. California lucha contra el tráfico de armas no prohibiéndolas, sino limitando el número de pistolas que una persona puede comprarse por mes. De esta manera, en enero te puedes comprar un Taurus PT-24/7 Pro CA, en febrero un Charter Arms Bulldog, en marzo un Belgium Charles Daly Commander 16Ga y así cada mes del año, hasta comprarte por qué no, todas las piezas de un tanque de guerra.

Los argumentos nunca dejan de brotar y la industria del armamento doméstico, pilotada por la poderosísima Asociación Nacional del Rifle (N.R.A.), hace macro campañas para defender el “Second Amendment” de la Constitución. Su coraza parece ser de hierro y su insensibilidad de acero. Sus respuestas ante cualquier masacre, suicidio, u homicidio causado por una arma de fuego se basan en el mismo repetido razonamiento de “libertad”. Insisten que el derecho a defenderse es aún más necesario en casos letales, erigiendo en esa gente ya aterrorizada una ansiedad que los propulsa a comprar más armas.

El razonamiento no sólo se queda en libertades y derechos. Los “pro guns” usan una ética barata y con frases avispadas te explican que las pistolas no matan, que es el individuo el que perpetua tal crimen. Joe “The Plumber”, famoso por su aparición en la campaña electoral del 2008, es aún más excéntrico y crea teorías conspirativas en las cuales indica que la causa principal del Holocausto judío y del genocidio armenio fue la prohibición de armas. Pero quizá el silogismo histórico sea el más fatalista. En éste se asume la naturaleza violenta de la sociedad y por lo tanto, de la necesidad imperativa del individuo de tener una arma en casa para protegerse del mal.

La determinación que pone EE.UU. para mantener sus raíces históricas es admirable pero a la vez, desconcierta su poca capacidad de evolución con ciertas leyes que ya parecen fuera de contexto. Una sociedad que defiende su libertad armándose hasta los dientes, no parece ser muy libre. Al contrario, parece estar encarcelada en su propio miedo. Yo, por el momento, seguiré viviendo en esta «land of the free» sin pistola y adorando al compositor Ennio Morricone. Si algún día decido pedirle pan al nuevo vecino de enfrente simplemente cruzaré mis dedos, por si acaso me confunde con una delincuente y me pega un tiro en la cabeza.

Banda sonora compuesta por Ennio Morricone, «Once upon a time in the West«.

La página en blanco

Recientemente mi amigo Dylan que se dedica al mundo cinematográfico, me enseñó uno de sus cortometrajes que realizó por simple diversión. En el corto se mostraba a un escritor sumergido en el proceso de desarrollo de su guión para una película. Situados en el epicentro de la meca del cine, a primera vista la sinopsis parece desaborida y nada fuera de lo habitual. En esta ciudad de ¡cámara! y ¡acción!, se puede fácilmente encontrar en cada esquina a un escritor con un extraordinario guión dentro de una carpetilla electrónica. La gran mayoría de estos progenitores de historias se quedan en el anonimato, en puros transeúntes de la fama soñada, y sus ideas no pasan a ser más que puras semillas sin germinar. El cortometraje de mi buen amigo, a pesar de ser insignificante para él, tuvo algo peculiar que me captó su atención. La idea de mostrar al escritor frustrado y enfangado en una aventura macabra pero a la vez humorística con su propia conciencia, fue algo de lo cual pude sentirme identificada por mi afinación a las letras.

Escribir es el acto de plasmar en un papel una comunicación. Cualquier persona puede sitiar los dedos en el teclado y dejarse llevar por la tinta electrónica de la creatividad escribiendo lo que le salga de las entrañas. Puede escribir como quiera y de la forma que quiera, sin tapujos literarios, ni justificaciones periodísticas, académicas o cinematográficas. Escribe y punto. Ahora, si se quiere que esa obra personal llegue a culminarse, es la pupila de un lector ajeno la que se encargada de elevarlo a la cima de la crítica. Y claro está que con la llegada de la crítica, también llegan las inquietudes del escritor.

En el cortometraje de “Stew Sucks” (Stew da asco), la conciencia del escritor se personifica manifestándose afuera de su casa día y noche. Este él personificado le boicotea la más remota inspiración y asienta día tras día el estigma de su incapacidad como escritor. Esa línea crítica entre lo que es calidad y lo que es basura, el buen profesional y el malo, se delimita dejando susceptibles a muchos de los que se enfrentan al reto de la página en blanco.

Mi caso es un híbrido entre Stew y mis propias idiosincrasias de perfeccionismo. La creatividad más o menos brota en mi cabeza, es nítida e incluso tangible en la recamara virtual de mi mente. Les puedo dar vida a los personajes para a continuación, dejarles formar parte de su propio ecosistema emocional. Así por ejemplo, el azul oceánico de uno de ellos puede nutrirse del calor tropical de las emociones de otro. Los escenarios también surgen en mi cabeza y puedo dibujar a un hombre paseando por la Gran Vía de Colón de Madrid mientras su mente levita en la ciudad donde nunca se duerme. Es más, puedo hacer que ese hombre disciplinario y devoto a su trabajo se distraiga al encontrar al niño que lleva dentro. Y así sucesivamente encadeno una trama divergente y convergente hasta saber exactamente el final de una historia. Pero luego, viene la sensación de “vértigo”, ese vértigo que se produce al ver una página en blanco. Los dedos teclean y borran, se paralizan y vuelven a teclear solamente para borrar de inmediato, cayendo en el más terrorífico perfeccionismo y destructivo lema, “I can’t do this. It’s too hard. I’m not good enough.”

En el cortometraje, el protagonista confronta a esa fabricada negatividad, resultando en un productivo final donde todos salen ganando. El final es puro cliché hollywoodense pero, ¿por qué no? A veces, es mejor aferrarse a finales felices como en los cuentos de hadas. Esa inocencia de color de rosa puede darnos la habilidad para confrontar nuestros defectos, nuestros miedos y hacerlos nuestros mejores aliados.

“Don’t stew, don’t suck”.

Cortometraje, «Stew Sucks» por Kohlab:

Emprendida en esa compulsión doméstica de organizar hasta los bastoncillos de los oídos, encontré en mi armario un par de zapatos de Gucci y un bolso de Louis Vuitton. A pesar de la condición física de “quinta mano”, eran claramente dos prendas de lujo pérdidas entre las baratijas del resto del vestuario. Continuando con esa ilógica labor de reorganizar lo ya organizado, hallé en una caja un diploma de mi licenciatura por la Universidad de Arizona. Me quedé pensativa mirando ese acartonado papel y recordando las largas horas que pasé decodificando el inglés universitario, las de insomnio para archivarlo en mi pequeño cerebro y sobre todo, del coste exorbitado de la matrícula. Esos objetos de prêt-à-porter encontrados en el armario se quedaban ahora anémicos ante la cantidad necesaria para estudiar en una universidad de Estados Unidos.

John Held, Jr., «The Sweet Girl Graduate,» Life, June 3, 1926.

Actualmente la educación formal para un estadounidense es algo privilegiado y elitista pero, ¿ha sido siempre así? En el 1800 no costaba absolutamente nada estudiar en una universidad, claro que el trasporte y la vivienda corría a cargo del bolsillo del ciudadano. Obviamente en esos tiempos en los cuales las ayudas financieras no eran popularmente “existentes”, las familias opulentas eran las únicas que se podían permitir tal acomodación académica. ¿A quién no le hubiera gustado vivir en el 1870 para asistir a la Universidad de Harvard por tan sólo $150? Sin querer deprimir, hoy por ese precio te compras un libro de texto con manchas de café. Entre 1920 y 1975, Estados Unidos vivió la época del Alma Mater, la demanda crecía, el gobierno expresaba su buena voluntad hacia los ciudadanos y las instituciones académicas eran más o menos comprensibles. Pero luego, llegó El ataque de los clones y el Darth Vader de la educación luchó, luchó hasta disuadir la inflación, traspasar los sueldos, y las gloriosas matriculas se incrementaron hasta un 439%.

  • 1770 Brown University $17
  • 1870 Harvard $150
  • 1928 Brown University $400
  • 1960 Brown University $1.400
  • 1987 Universidades públicas/privadas $19.000 vs. $6.875
  • 2007 George Washington $50.000

Frente a esta demanda y evidente necesidad, ¿qué hace un buen americano para saciar la sed por una educación superior? Préstamos. Sí, la mayoría recurren a préstamos. Préstamos subvencionados por el gobierno, medio subvencionados, privados, de los amigos, de los no amigos, etc. Su carrera comienza pagando los $100 de la solicitud de la universidad y termina con una media de $26.000 de deuda. Una deuda que puede parecer una insignificancia a primera vista pero que acumulada a sus otras, llega a ser una carga pesada y a veces, tan dificultosa de pagar que simplemente no se paga, permaneciendo en sus vidas como una bonita herencia.

Hay recelosos que rechazan la idea académica y alardean que se puede tener éxito de muchas formas por ejemplo, en forma de manzana de la mano de Steve Jobs o de caballo de la mano de Ralph Lauren. Por otro lado, está el actual Presidente de los Estados Unidos Barak Obama que inspira a sus ciudadanos hacia el camino de la educación. En una campaña presidencial les cuenta que los pagos de los préstamos universitarios de Harvard de él y de su esposa Michelle Obama fueron más altos que los de la hipoteca de su casa. Y así los ciudadanos estadounidenses quedan tranquilos de que no están solos en ese mundillo donde se capitaliza hasta con el aire que pueda que respires.

Yo sigo con mi visión tradicional. La educación es una de las posesiones más preciadas del individuo. Siempre que no haya un mago para hurtártela, se almacena dentro de ti formando parte de tu biblioteca personal, de tu código genético. Te abre puertas en el campo profesional y te empuja hacia arriba en la escalera social. Es, como bien dijo Nelson Mandela, “el gran motor del desarrollo personal”. Ahora bien, ha llegado a tal extremo que inquieta ver como algo tan fundamental para el individuo pueda llegar a ser monopolizado hacia una inversión privilegiada, elitista y sobre todo, un lujo accesible para pocos.

Entre semáforos de vino que emborrachan la ceguera e ilusiones de aire, vemos la vida montados en una rueda. Nos movemos tirados por una milenaria inercia, mientras una lluvia fina nos endurece. Las palabras ya no son palabras, ni los relatos son relatos, tan sólo puntos minimalistas de letras que muerden. Queremos creer que somos dueños del destino dormido pero en cambio, nos dormimos despertándolo en sueños. A veces la incertidumbre nos para y nos hace preguntas curiosas. Algunos le contestan risueños, otros se esconden en la filosofía del silencio. Hay valientes que se bajan de la rueda y siguen a pie el latido de su propio corazón. El resto, como yo, aún siguen rodando.

Las tarjetas de crédito no tienen ese olor carcomido, rancio que tiene el dinero en metálico. En absoluto. Las tarjetas son ese objeto de plástico embaucador al tacto y completamente liviano en uso. Esta cómoda modalidad de financiación ofrece al ciudadano el poder adquisitivo de tener dinero asequible en el instante de la necesidad o de un querer en cuestión. La acción es brutalmente excitante. La tarjeta magnetizada se desliza oliendo la lujuria material y ¡zas!, el producto o el servicio cae en las manos del comprador. Claramente es una maravillosa sensación adquirir de golpe y zumbido lo que te ha estado salivando el cerebro durante un intervalo de tiempo.

La facilidad del uso es tan cómoda que es difícil negarle su atractivo servicio. Es más, su facilidad es tan hacedera que puede llegar a crearte una heroinómana adicción. Los bancos proveedores de tal comodidad saben al dedillo que existe un riesgo muy elevado de perder el control y consecuentemente, de caer en una adicción sin retorno. Sin embargo, por razones sospechosas lo dejan a la suerte del libre consumidor y se protegen imprimiendo las condiciones en un papel con un lenguaje tan codificado y una letra tan pequeña que ni el supremo Dios tendría ganas de leer.

Las habilidades de los bancos para reclutar almas consumidoras son impresionantes. Estos genios son magnates de la pesca y con un acto de radar saben como atrapar a los peces más inocentes del mar. Las universidades son el arrecife de coral más querido, ya que fácilmente se puede encontrar pequeñines consumidores que firman, con los ojos embelesados en el «free ipod«, el contrato para entrar en el absurdo mundo de comprar sin tener. Les sigue en la conquista geográfica los aeropuertos, plagados de ofertas que le prometen al futuro miembro millas aéreas para que pueda viajar sin dinero a ningún sitio. Por último, se unen las sucursales bancarias, los supermercados, las gasolineras, los grandes y pequeños almacenes hasta culminar dentro del mismo buzón de tu casa.

Una vez adquirida la potestad acreditaría, el juego del consumo comienza de una forma conservadora. El consumidor empieza a usar la tarjeta cautamente para grandes o pequeñas compras, para algunos lujos u otras cosas de primera necesidad disfrutando del 0% que el banco le ha otorgado como bienvenida a su mundo ilusorio. Llegada la factura se da cuenta que se ha pasado de su presupuesto mensual pero la generosidad del banco le respaldará ese desliz durante unos meses. El problema viene después cuando el 0% sube fríamente como la espuma de una buena cerveza. La pequeña deuda ha escalado los Picos de Europa y ambiciona a escalar también el Everest. El banco empieza a cobrar intereses brutales (por ejemplo, “First Premier Bank llegó a cobrar un 79.9%”) pero aun insiste que no fue una idea equivocada firmar esa financiera nota necrológica. El crédulo consumidor continúa deslizando la banda magnética, pagando el mínimo exigido por el banco, y tal vez soñando que algún día el dinero le caiga del cielo. Cuando la situación se le va de las manos, “Transfer” es la palabra que viene al vocablo de la salvación. Transfiera su deuda a otra tarjeta que le proporcione un poco de oxigeno para que pueda respirar y seguir adorando la idea de “comprar sin tener”.

No importa si es Ellen Degeneres o Alec Baldwin los que predican, como bien lo hacen en sus anuncios televisivos, lo estupendo que es usar una tarjeta de crédito. Estoy segura que su sueldo astronómico les va a permitir que su “Black Card” no sólo los lleve a comprar a Saks Fith Avenue sino también a la Luna. Sin embargo, la realidad para el ciudadano de a pie es muy diferente. El negocio de las tarjetas de crédito es un monstruo vestido de ángel. Los datos no fallan, están ahí representativos para exponer que algo no funciona y que alguien muy astuto le ha lavado el cerebro a la sociedad americana.

  • Una familia americana debe una media de $15.956 en tarjetas de crédito.
  • Familias cuyos ingresos anuales oscilan los $24.000 tienen acumulados hasta $36.000 de deuda en tarjetas de crédito.
  • Los bancos recaudan exclusivamente con las tarjetas de crédito unos 18 billones en costes, comisiones, gastos pactados e intereses.
  • El primer cuarto del 2011 indicaba que la deuda nacional de los Estados Unidos en tarjetas de crédito era de $771.7 billones.

Cuando el ciudadano ha quedado tan entrampado que ha tenido que incluso recurrir al plástico para pagar cuentas de hospital, letras del coche, e incluso alguna que otra letra de la hipoteca de la vivienda, la quiebra es la única llamada a la salvación. El gobierno de los Estados Unidos ofrece bajo la “Ley de Prevención de Abuso de Quiebra y Protección del Consumidor” un tal Capítulo 7 (Chapter 7) para la liquidación total y un Capítulo 13 (Chapter 13) para el reajuste de deudas. Su crédito quedará chafado, su reputación pisoteada pero los bancos nunca perderán la esperanza de comprarle de nuevo su alma rehabilitada. Se dice que en unos 5 o 10 años volverán sigilosamente a dejarle una carta en el buzón de su casa ofreciéndole la entrada de nuevo al paraíso de «comprar sin tener». En ese caso, yo recomendaría un letrero en su puerta que dijera:

“Aquí, se compra teniendo. Fuck off!».

Alec Baldwin, anuncio de Capital One:

La tertulia prosigue con la llegada de mi padre a la sobremesa. Me sonríe cándidamente y empezamos a charlar de nuestras pequeñas trivialidades. Sus relatos y sus consejos los aliña con sus vetustas expresiones que yo las abrazo como mi más querido peluche lingüístico. “Yo pensaba que allí se ataban a los perros con longaniza”, me clarifica mi padre cuando discutimos de ciertos hábitos americanos. Cuánto más lo escucho más firme es mi opinión, y no lo adulo sino que confirmo su integridad, cuando digo que no hay en la tierra hombre con la más ejemplar ética laboral que la de él.

A los siete años, este niño que sucedía tener un extraordinario talento polifacético, tuvo que dejar la escuela y ponerse a trabajar en condiciones tercermundistas para ayudar a su madre y a sus tres hermanos. La pavorosa Guerra Civil española y su ahijada la Posguerra también pasaron factura en este lado de la familia. Su padre bajo una lluvia de balas tuvo que salir huyendo por sierras y por montes hasta albergarse en el país vecino. Sin disyuntiva, allí dejó a su esposa embarazada y con tres chiquillos en las tierras dónde un kilo de harina era polvo sagrado de Dios. Yo sólo recuerdo a la madre de mi padre como “mi abuelita de Francia”, siempre elegante, más delicada que Grace Kelly, más fina que Jacqueline Onassis pero quedo petrificada cuando mi padre me explica del deseo inicuo de humillación del otro bando afeitándole completamente la cabeza a su madre.

Mi padre siempre me cuenta sus historietas cargadas de un tierno humor personal. A veces me da la impresión que por ser yo la hija menor siempre ha querido protegerme del dolor, disfrazando la dureza de su propia niñez. Le pregunto si volvió a encontrarse con su padre y me dice que sí.—Yo tuve la suerte de conocerlo, no como tu madre—me indica esta vez seriamente. El exilio y el encuentro después de 22 años sin haberse visto es un alud de inquietudes. Recuerdo haber oído antes pinceladas sueltas de la historia pero claramente fui incapaz de ilustrar la sensibilidad del cuadro que me dibujaba.

Entusiasmado por contarme el relato, mi padre empieza a describírmelo. El reencuentro tiene la capital francesa como escenario y el Río Sena como principal decorado. Me explica que justo el mismo día de su llegada a Paris y tras haber soltado su esperanzadora maleta, su hermano dispuso llevarlo a pasear por la vereda del río. Mientras que ellos descansaban tranquilamente en uno de los puentes del Sena, un hombre desconocido se les acercó pedaleando en bicicleta. Cuanto más se acercaba, más penetrante era la mirada del apacible ciclista. Ya a un metro de distancia, el señor se paró y les dio las buenas tardes a los dos muchachos. Mi padre extrañado por el imprevisto saludo de tal desconocido miró a su hermano buscando una respuesta.

—¿No conoces a este hombre?—le pregunta sonriente su hermano a mi padre.

—No—le responde él inocentemente.

Luego, su hermano mira al hombre desconocido y le dice, “Papá, este es tu hijo, Donoso”. Mi padre hace una pausa en la historia y empieza a llorar por primera vez delante de mis ojos abatido por el reflejo doloroso de sus memorias. Luego me mira nerviosamente y me dice, “Perdona hija mía, es que me he emocionado”. Yo no sé que decirle en tal acto de humildad, de sensibilidad, tan sólo quiero llorar pero esta vez no por mi, sino por él.

Mire como se mire, el viaje de Los Ángeles a Granada es quejumbroso. Para motivar ese fatigoso desplazamiento, pienso en el dotado navegante y cartógrafo Cristóbal Colón embarcado en su viaje oceánico rumbo a sus confundidas Indias Occidentales. Luego entre bosquejos históricos me pregunto: “¿qué son cinco horas de vuelo para atravesar un país entero, seguidas de otras ocho para cruzar un océano, más otras cuatro para tocar la provincia de Granada?” Y la respuesta es siempre la misma: toda una nimiedad si el destino final es el rostro eternamente feliz de tus padres al verte.

La sensación de verlos es sobrecogedora y no hay momento en el que mi inflado corazón no brinque y grite, “¡amor a la vista!”, tal y como lo hizo el grumete Rodrigo de Triana al ver tierra. Envuelta en lágrimas, besos, y abrazos retorno efímeramente a mi niñez y me veo caminando cogida de la mano de mi madre y escuchándole decirme, “que guapa está mi hija”. Mi padre, adjunto al cuadro familiar, me sonríe con su pueril orgullo paternal mientras lleva a paso ligero mi gigantesca maleta. A pesar del largo viaje, el cansancio se adrenaliza y durante el trayecto a casa mi mirada se escapa por el cristal del coche levitando las calles que mi querida Granada me proporcionaba cuando vivía en ella.

Aunque me haya americanizado en ciertos aspectos, aun sigo siendo la hija granadina y el haber vivido lejos de la familia, en otra cultura por tan prolongado tiempo, sólo me ha ayudado a adquirir nuevas destrezas. Algunas de estas destrezas me han traído un cambio introspectivo en mi persona, el cual ha abierto una ventana hacia dentro dejando pasar los destellos más finos de luz de esos inseparables seres queridos. La fascinación por sus anécdotas, por las vértebras de su vida, aprehenden mis emociones. Ya no salgo pitando a mi cuarto después del almuerzo o de la cena, sino que reclamo sus historias y les escucho como nunca lo había hecho antes. Me quedo sentada pidiéndoles con la más merecida atención la voz de su vida.

La primera es mi madre, eterna amante de todo lo erudito, protectora del valor de un libro, profeta acérrima de la necesidad de una educación, amiga fiel de una salud universal y partidaria radical del eslogan, “aquí no te faltará nada pero los vicios te los pagas tú”. Ella y yo permanecemos sentadas charlando y gozando de la tertulia de la merienda española. Los ojos de mi madre, ya cansados por la edad pero puros en esencia, me miran y me dicen, “¡ay! que lejos se ha ido mi tesoro”. Yo hago invisibles mis lágrimas que por dentro se descuartizan en mil pedazos porque por fin, creo entender su lamento. Me pregunto después de décadas de negligencia emocional, “¿cómo fue para esta madre, fuerte como un roble, el crecer en una pura Guerra Civil sin padre?”. En más, “¿cómo se pudo sentir al ser criada por un culto abuelo nacionalista y una madre analfabeta?”. —Los civiles llamaron a la puerta y se llevaron a tu abuelo—me cuenta ella con agazapada tranquilidad. Yo la sigo mirando y ella con un gesto de dolorosa resignación prosigue: —Al día siguiente, tu abuela recibía una partida de defunción que indicaba que tu abuelo había muerto por causas naturales.

Yo me quedo perpleja por la frialdad de la acción acometida, por la falsedad evidente de los hechos y le pregunto a mi madre cómo pudo haber sido así, sin más. —¿Qué te puedo contar que ya no se haya dicho de los horrores de una Guerra?—me dice educadamente. Y con esta pregunta empieza a enumerarme descriptivamente algunas de las calamidades que pasaron por sus ojos. Me habla del miedo a la muerte y del odio ideológico hacia tu propio vecino firmando su fallecimiento seguro con un chivatazo. Me habla del aliento descompuesto del hambre y de la supervivencia de los seres humanos buscando nutrir sus estómagos vacíos con cáscaras de patata encontradas en los rincones de la basura. Me habla del futuro de un pobre niño mugriento quitándole de las manos el pan con chocolate al más afortunado del grupo. Y yo encapsulada en su tiempo, la escucho y me avergüenzo de mi misma por haberme quitado el pan de mi boca simplemente porque engordaba.

[…]

El abnegado día de ver al juez llegó. Forjado por la caricatura gris del cemento industrial, Los Ángeles Court House se alzaba en medio del downtown de la ciudad con austeridad. A las ocho de la mañana, la cola ya se extendía por las tres entradas del edificio preparado para albergar los 2.7 millones de casos legales al año. Justo después de cada entrada, se encontraba un control de seguridad con su detector de metales y policías listos para cachear al zumbido revelador de cualquier metal sospechoso. Un pasillo vasto y largo se abría paso enfrente de la ocupada multitud y una hilera de oficinas lado a lado abrían sus puertas a los visitantes discernidos por su objetivo. Ascensores y escaleras eléctricas en ambos extremos del pasillo daban acceso a las diferentes plantas con sus correspondientes salas de audiencias.

La puerta del ascensor se abrió como la boca de un iracundo león y Julia entró eclipsada por su rugido petrificante. Cada persona presionó el botón indicado de su planta y el ascensor se elevó a la vez elevando a mil revoluciones el palpito de su corazón. El ascensor hizo sus correspondientes paradas y alcanzada su planta, ella se bajó con la endeble firmeza de sus pasos hacia el futuro incierto. Delante de ella otro pasillo, de la misma dimensión que los otros pero acallado por el imperativo de los carteles “guarden silencio”. El destello del color blanco de las paredes contrastaba el gris y negro de la gente trajeada que permanecía sentada repasando los tochos de documentos de sus casos que llevaban guardados en sus maletines.

Julia empezó a caminar hasta el departamento 27 localizado al final del pasillo, observando mientras andaba a algunos abogados escribir apuntes, otros leer sus escritos o elevando su vista a su paso. Después de medio pasillo, atónita dejó de mirar a la gente y siguió caminando con la eclipsada vista puesta en el número 27. Sin mirarlo, vio a su esposo sentado como el resto con su maletín y su imagen ejecutiva listo para ejecutarla. Ella siguió sin echarle una mirada pero sintiendo su imploración vengativa, su firme y confiada preponderancia sobre ella, sobre el caso venidero, sobre su total determinación de inculcar la más abusiva humillación.

Se sentó esperando inamovible su hora, pero permutada por un pánico jamás sentido anteriormente en su vida. Una llamada inesperada de su abogada, con pobre comunicación en la conexión, le decía que iba a llegar tarde y que a pesar de habérselo comunicado directamente al secretario del juez debía confirmar su presencia con el asistente en la sala. La hora marcó el inicio y las puertas de la sala 27 se abrieron facilitando una cola de clientes y abogados listos para empezar la reyerta legislativa. Los abogados le confirmaban al ayudante del juez la presencia del solicitante y respondiente dándole el nombre y apellido a quien representaban. Julia dubitativa al protocolo, siguió las indicaciones dichas por su abogada y dio su información, al igual que el aviso de que su representación legal venía de camino.

Todos se sentaron en la parte entrante de la sala que quedaba divida por una baranda de madera. Al otro lado de la baranda, en la parte posterior, se encontraba la alzada tribuna del juez con el emblema del estado de California a sus espaldas. A un lado de éste, yacía un escritorio para su secretaría; al otro, una pequeña tribuna para el testigo y otra mesa para el policía; y justo en frente, la mesa para el solicitante y el demandante con sus correspondientes representaciones legales o sin ellas. La sala de audiencia tenía esa presencia robusta de la justicia con una decoración directamente funcional para un espacio estrictamente operativo. Se podía sentir como un altar supremo, equilibrado por una luz que se reflejaba en las paredes revestidas de madera pulida como destello de esperanza y balanceado por un sistema acústico que saturaba el aire con un silencio mudo.

La estenógrafa fue la primera en dar su entrada por la puerta trasera. Se sentó, céntrica, cerca del juez y de la representación, preparada para plasmar por escrito todo lo hablado. De inmediato, fue el juez el que se unió al grupo, con su toga negra, sencilla pero impositora y por encima de todo, distintiva en autoridad evidenciando entre quién era él y quién era el resto. Después, el acomodador de la audiencia tras la entrada del juez dijo en voz alta, “All rise; the court is now in session. The honorable Judge Maloune will be presiding the audience. You may be seated.” El juez se dirigió a su tarima y tras sentarse, el acomodador pidió hacer lo mismo al público que consecuentemente acató la petición. El magistrado empezó a leer resumidamente la lista de casos asignados para ese día. Paralelamente, su secretario lo escuchaba anotando todas las diligencias peticionadas por el juez y entregándole el archivo y expediente del primer caso.

Tras las pautas, la audiencia comenzó oficialmente con el primero de la larga docena de asuntos asignados para el día y de los once mil llevados a cabo al año en esa misma sala. El juez llamó al caso número 8476, Señor Mullen contra Señora Smith y ambos, cruzando la baranda de la justicia, se aproximaron sin representación de abogacía a la mesa. El juez comenzó a leer el caso abiertamente sin privatización de los hechos, resumiendo su historial desde el comienzo hasta su estatus actual, y por último leyendo la razón de su apelación. La gente del público expectante escuchaba pasivamente su turno al otro lado de la valla, mientras Julia latente, escuchaba el inglés refinado del juez multiplicarse en cascada en su mente. El caso parecía medio aclarado y el asunto de petición de manutención conyugal del que se discutía se posponía por la falta de evidencias. La pareja dio las gracias y el juez se dispuso a llamar al siguiente caso.

[…]