Que te inviten al prestigioso club privado y Academia de las Artes Mágicas “The Magic Castle” es un puro truco de enchufe. Asentado en el corazón de Hollywood y dentro de un palacete estilo francés, las puertas a este “Château mágico” no están abiertas a cualquier paseante y únicamente los miembros o invitados de los miembros tienen su acceso.
Mi fausta invitación me vino de una compañera de trabajo llamada Aidyl, cuyo origen curioso de este nombre es Lydia escrito del revés. Quién me iba a decir a mi que esta bella profesora de origen puertorriqueño y acento neoyorquino no solamente era catedrática en Biología y becaria para un programa de investigación genética contra el cáncer, sino además una maga. Su esposo, un científico para la NASA y miembro del equipo “Mars Exploration Rover”, compagina–al igual que ella–la racionalidad de la ciencia con el efecto asombroso y misterioso de la magia. Sin más argumento, mi admisión al mundo del ilusionismo me quedaba garantizada por partida doble.
Allí llegamos aseados y puntuales a la cita el grupo de profesores invitados, muchos con sus conyugues y muy pocos, o sólo yo, como seudónima de loba esteparia. Una vez en la entrada, nos dirigimos al vestíbulo donde se llevó a cabo el recuento de huéspedes. En esta antesala no había puertas, ni pasillos, ni indicaciones de cómo entrar en el corazón de la mansión, tan sólo estanterías de libros y cuadros ilustrativos de magia. Aidyl le indicó risueña a una compañera que miraba una de las estanterías que le hablase y le dijera algo. Ésta la miró con ojos suspicaces y le siguió la broma susurrándole en inglés un “ábrete sésamo”. Con la misma semblanza escénica de las películas de Harry Potter, la estantería se deslizó y nos mostró el camino hacia la supuesta recámara oculta.
Una vez dentro, resaltaba un público vestido a exigencia de la elegancia de una decoración victoriana. La mansión pretendía educar al visitante exhibiendo cuadros de magos que hicieron historia como el grandísimo Harry Houdini, vitrinas con actos coleccionistas de naipes, dados, aros, cuerdas o simple memorabilia. De los numerosos pasillos y habitaciones, había un total de tres salas destinadas a la magia con 5 diferentes espectáculos de prestidigitación, de magia de salón, de numismagia, de cartomagia y de mentalismo.
A la hora asignada las puertas del espectáculo de mentalismo se abrieron. Poco a poco el grupo fue entrado y fue tomando asiento. Yo entré de las últimas, con la sala ya repleta y los únicos asientos libres en la primera fila. A pesar de agradecer el primer plano del espectáculo mi timidez se afloraba coercitiva y se quejaba a regañadientes por la proximidad al escenario. Sosteniendo un vaso de vino en la mano, miré al acomodador y le pregunté:
—No escogen gente del público, ¿verdad?
—No, no te preocupes—me dijo el señor muy convencido.
El show comenzó y el presentador introdujo a la pareja mentalista, Jeff y Kimberly Borstein. Su espectáculo usaba como base la batalla de sexos y la muestra total de la supremacía de su esposa sobre él como argumento. Kimberly tenía el poder mental de averiguar los datos más curiosos. Con los ojos vendados te podía descifrar los objetos que llevabas en el bolsillo de tu pantalón o dentro de tu bolso. Además identificaba el tipo de tarjeta de crédito que tenías en la mano, un número aleatorio en tu móvil, el color de tu coche y hasta los cincos últimos números de la serie de cualquier billete. Todas las situaciones las presentaban empleando una fuerte dosis de humor interactivo delineando los estereotipos masculinos y femeninos. Y los espectadores, suscitados por la capacidad mentalista de Kimberly y la sátira grácil del dúo, ambientaban la sala con carcajadas y aplausos.
“Conocí a mi esposa en match y fue todo un amor a primera vista, pero os puedo asegurar que ella es más virtuosa para buscaros pareja”—dijo Jeff como apertura a uno de sus actos. “¿Hay alguien en el público que esté soltero?”—nos preguntó bajo el silencio que suscitaba la sala. “¿Seguro que no hay nadie en esta sala que esté soltero?—volvió a insistir. «¡Venga ya! Eso es imposible”—dijo con tono burlón. Yo empecé a mirar al suelo, dándome por aludida y pretendiendo beber de un vaso que cotejaba a los estiajes de los pantanos andaluces. Luego miré a la esposa de mi compañero que quedaba a mi izquierda y después a mi derecha para sólo descubrir la neurálgica imagen de una silla vacía. Un cielo de hormigón se me derrumbó encima cuando Jeff se me aproximó y me preguntó:
—Señorita, ¿está usted soltera?
—¿Yo?—le respondí sorprendida.
—Sí, usted—me cercioró.
—Yo no. Bueno, sí. Aunque… —titubeé por un instante—en realidad es que mi pareja no está—le contesté riéndome mientras miraba la silla vacía. La broma se elevó a un nivel político y Jeff aprovechó la ocasión para comparar mi comportamiento estólido con ése mostrado por Clint Eastwood durante su discurso de apoyo a Mitt Romney. Dada la clara evidencia de que estaba soltera, Jeff me dio la tradicional bienvenida usando un nuevo apelativo “Let’s give a round of applause for the single lady (un fuerte aplauso para la señorita soltera).” “Me encantan tus zapatos”—me dijo Kimberley para calmar la visible inestabilidad de mis tacones al aproximarme al escenario. Luego, con una enorme sonrisa de “profiden” y pecho perfectamente erguido miró al público y les preguntó “isn’t she cute?”. En esos instantes sólo podía pensar en mi vestido medio traslúcido y cómo unos importunos focos me iban a poner en evidencia en frente de esas cincuenta personas.
Para completar el acto de magia se necesitaba claramente un supuesto “match” o pareja. Tras varias preguntas allí apareció en la última fila un joven candidato. El muchacho nada más llegar se deslumbró con la luz y se quitó las gafas, lo cual sólo sirvió para instigar el humor de los magos. “Ya veo que quieres impresionarla”—le dijo Jeff. El público rompió en carcajadas y el pobre muchacho se encendió como un candil mientras me miraba tímidamente. El mago prosiguió preguntándonos nuestros nombres y a continuación lo que teníamos que hacer. Nos dio un papel con la caricatura de una pareja y un bote de rotuladores. Cada uno de nosotros íbamos a escoger un rotulador del color que quisiéramos y Kimberly con los ojos vendados nos indicaría que pintar.
—David, escoge un color. El color que tú quieras—le indicó Jeff al muchacho. Mientras David cogía el color, Jeff le sonsacó “David, dinos que frase usarías para ligar con Pilar”. El joven volvió a ponerse rojo como la arcilla y sin articular palabra se echó a reír.
—David, por favor ¿Tan difícil es decirle algo a una mujer? No sé, al menos dile “Hola” con un acento—le sugirió aprovechando la referencia de mi pronunciación al hablar inglés. “No seas virulento, Jeff”—le imperó su esposa. Luego dirigiéndose a David con sólo la voz y su ojos vendados le dijo, “No te preocupes, mi esposo es muy quisquilloso” y prosiguió “Veamos David, con el color que tienes en la mano, quiero que pintes la falda”.
Jeff me miró y mi corazón empezó a acelerarse a ritmo de taquicardia salsera. Con la mirada fija y en posición angular me preguntó: “Pilar, ¿prefieres los hombres con pelo o sin pelo?” Empalidecí de golpe. “No sé”—le respondí de inmediato. “¡¿Cómo que no sabes?!”—preguntó sorprendido. ¿Como podía responderle a una pregunta así? Más que nada porque la cantidad velluda de un hombre no era un factor que contribuyera a mi más remota atracción física. “No sé”—le dije de nuevo. “Vamos a ver Pilar, ¿de dónde eres?”—me preguntó. “De España”—le contesté. “Entonces, ¿te gustan los hombres españoles con pelo o sin pelo?”—insistió. Cómo podía comunicarle a este señor que me daba absolutamente igual un hombre velludo, imberbe o con tres pelos en la cabeza. Tal vez si me hubiera preguntado por una pasión ideal, una emoción ideal fuera de estaturas o envergaduras anatómicas le hubiera dado una respuesta de inmediato. Sin embargo, le contesté “Sí, con pelo” dándome por vencida. A continuación, Kimberly me pidió que cogiera el rotulador que yo quisiera y que pintara la corbata.
Las preguntas fluyeron amenizando y trayendo la respuesta mágica al ansiado truco de magia. Tras la última cuestión de qué encontramos irresistible se dio como concluido el análisis de Cupido. Jeff sacó de un sobre un papel con el mismo dibujo, coloreado exactamente igual que ése que tenía en mis manos. David y yo coloreamos la pareja usando nuestra propia elección de los colores pero fue Kimberly–sin ver lo que escogíamos–la que astutamente nos unía. Allí quedamos los dos sosteniendo cada uno una copia exacta del dibujo. “¿A qué son una pareja perfecta?”—le preguntó Kimberly a un público contento.
Por desgracia o por fortuna David siguió su camino y yo el mío dada por concluida cualquier magia. Lo que sí sucedió, por otro lado, fue una popularidad de mi nuevo apodo. Justo al salir del Chateau un señor le dijo a su amigo mientras me apuntaba con el dedo: “Look, the single lady”. Lo miré y en ese mismo instante, no supe si matarlo con la mirada o dejarle que me invitara de coraje a una copa.
The Prestige (El truco final)